martes, 3 diciembre, 2024
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La Carolina, desde el oro a la poesía

Poesía, minas de oro y paisajes únicos, son las características que define a La Carolina, un pueblo que se sitúa a 80 kilómetros al norte de la ciudad de San Luis y permanece, como suele decirse con orgullo, “detenido en el tiempo”. Entre el zigzag de la ruta se arriba hasta sus 1610 metros de altura, que lo convierten en la localidad de mayor altitud de la provincia. Sin embargo, el camino también tiene otros puntos de interés para descubrir.

Una primera parada debería ser en las ruinas de la Capilla del Paso del Rey.  Para llegar al paraje donde se encuentran hay que desviarse de la ruta 9 y tomar la 39, un camino de tierra en buen estado. La capilla fue construida a fines del siglo XVII, en el paraje posteriormente llamado Paso del Rey en alusión al paso por ahí del Marqués de Sobremonte en su recorrido por la zona.

Declarada Patrimonio Histórico Nacional, se trata de una construcción de adobe de un metro de espesor, madera de algarrobo y techos de paja.  En ella podemos observar una sacristía y una dependencia donde se labraban las actas parroquiales.  Es una de las iglesias más antiguas de la provincia, regenteada durante años por los padres jesuitas y que luego constituirá una posta en el camino del oro. Actualmente, solo quedan ruinas.

La siguiente estación es la Gruta Inti Huasi, unos 20 km más adelante en el camino de ripio. Se trata de un domo andesítico de origen volcánico situado en la zona central de las sierras de San Luis. Allí fueron encontrados restos óseos y líticos de la cultura “Ayampityn”, que habitó la región 6.000 años a.C.

La caverna de Inti Huasi es natural, de 60 metros de frente por 25 de profundidad. Se conforma por dos socavones poco profundos que se encuentran protegidos naturalmente por una amplia arcada o alero, que les servía para refugiarse del sol y las lluvias a sus antiguos habitantes. También como como escondite de cacería.

Otra vez en camino y antes de llegar a nuestro destino final, el viajero puede darse una vuelta por la reserva de Llamas Antu Ruka, uno de los paseos preferidos donde se puede interactuar con las llamas y aprender a hilar como lo hacían las comunidades originarias. Con los Cerros Largos, el Valle de Pancanta y las Sierras Centrales en el horizonte, los visitantes descubren costumbres milenarias que se han preservado.

Otro destino de la zona es la Casa de piedra Pintada, una conformación rocosa que fue el albergue de aborígenes. En las piedras inferiores se observan algunos morteros, huella del trabajo diario de las mujeres, donde molían la algarroba, el maíz silvestre y otras semillas. En el lugar se afincaron siglos atrás grupos humanos que dejaron grabadas en las piedras símbolos de su rudimentaria cultura.

La Carolina y sus colores increíbles.

Destino final

A pocos kilómetros de allí y como la “frutilla del postre” se llega hasta La Carolina, una pequeña villa que suele enamorar a aquellos que la descubren. Recostado al pie del Cerro Tomolasta, este lugar es bañado por el arroyo La Carolina y el río Las Invernadas, que se unen formando el río Grande.

Es un antiguo pueblo minero fundado por Sobremonte en 1792, y si bien por muchas décadas lo que brilló fue el oro, hoy su tesoro más deseado es la tranquilidad, el silencio y los paisajes maravillosos. Entre calles de tierra y empedradas, sus 300 vecinos son privilegiados por poder contemplar su colorido entorno a lo largo del año. 

Si bien la historia cuenta que hacia 1785, Don Tomás Lucero encontró oro en aquel sitio perdido entre los cerros, fue a partir de su fundación cuando la fiebre dorada pasó a ser directamente una epidemia. Es por estos años cuando entra en escena el aventurero portugués Jerónimo, de quien la historia no se encargó de guardar el apellido, y que para muchos fue el primer afortunado en descubrir la fabulosa riqueza del cerro. Y su alegría contagió a cientos de curiosos que se instalaron en la zona en busca del oro. Pero no todo brilló aquí, ya que sin reglas unos se robaban a otros o sencillamente se mataban.

Allí fue cuando intervino la “corona española” y monopolizó el robo del producto que daba la mina. Desde 1789 y hasta 1810 el pueblo le proveía trabajo a alrededor de 3 mil mineros, y obtenía 10 mil kilogramos de oro de 18 kilates. El 70% de lo que se sacaba viajaba hacia el viejo continente. Y cuando llegó la Independencia, una empresa inglesa fue la que se hizo cargo de la mina, y el trabajo de los pirquineros viajaba a Londres. La mina en la actualidad, ya no funciona, aunque no faltan quienes aún tamizan las aguas del río en busca de alguna pepita. Sí se puede visitar con guía: son unos 300 metros en las galerías, que bien equipados con botas y cascos, uno puede descubrir.

La Iglesia de La Carolina, construida en piedra. (Turismo La Carolina)

Mucho para ver

Una vez fuera, son muy lindos para recorrer tanto el pueblo, con sus calles vacías bordeadas de casitas de piedra, como las grutas y cascadas de los alrededores. Una visita interesante es el Museo minerológico El Condor, un paseo entre piedras de distintos colores, contextura y precios.

Entre las joyas arquitectónicas del lugar, resaltan una de las primeras casas donde funcionaba un almacén que era utilizado por los mineros para intercambiar oro por mercadería y dinero. Y por las calles escalonadas e irregulares, se llega a la pequeña plaza central. Frente a ella se levanta la Iglesia construida en piedra, que alberga entre sus paredes figuras religiosas intactas y tiene su campanario exterior al cuerpo del edificio. 

Sobre la calle principal se encuentra el Bodegón de Oro, una casona antigua que cuenta con una gastronomía originaria de la región, como el guiso minero y sorrentinos de cordero, y una microfábrica de cerveza artesanal, pero con el toque gourmet y la experiencia de larga data de sus dueños.

A tan solo dos cuadras del casco de La Carolina está el Museo de la Poesía, creado en honor al poeta, filósofo y maestro argentino Juan Crisóstomo Lafinur, nacido aquí. Más de 1.700 manuscritos y 900 obras poéticas se exhiben en esta singular biblioteca, y puede verse allí mismo la construcción original de la casa de esta leyenda puntana, tío bisabuelo de Jorge Luis Borges.

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