De los 14.500 glaciares que hay en nuestro país, sólo un par de decenas son turísticos: algunos pueden ser vistos de lejos, muy pocos son visitados o transitables y la inmensa mayoría son conocidos únicamente por los especialistas que los contabilizan, caracterizan y monitorean, tal como ordena la Ley de Glaciares. Pero la estrella turística argentina es sin duda el glaciar Perito Moreno, que deslumbra al mundo cada vez que se rompe el puente de hielo que forma y permite sobre una parte explorarlo.
Para llegar al lugar debe tomar por la Ruta Provincial Nº 11 en El Calafate, una pintoresca villa, ubicada a 320 km de Río Gallegos y sobre la margen sur del lago Argentino en la cordillera andina. A la altura del kilómetro 49 está la entrada del Parque Nacional Los Glaciares. Aquí el paisaje pasa de la estepa al bosque andino patagónico, donde predominan especies como la lenga, el ñire y el coihue. El parque tiene unas 700 mil hectáreas, fue creado como área protegida en 1937 y desde 1981 integra la lista del Patrimonio Natural de la Humanidad de la Unesco. De este gran campo de hielo se desprenden 47 glaciares, como Marconi, Viedma, Upsala, Spegazzini, Onelli, Peineta, Mayo, Ameghino, Moreno y Frías.
Luego de transitar 26 km desde la entrada, se encuentra el embarcadero de Bajo de la Sombra. Desde allí, uno comienza a vivir con mucha adrenalina lo que será la aventura sobre ese bosque de hielo. La excursión comienza al embarcar en un gran bote cerrado, a bordo del cual se cruza el brazo Rico desde la Península de Magallanes hasta la costa opuesta. En el viaje uno se va sorprendiendo con las caprichosas formas, repliegues y tonalidades de las paredes de hielo de más de 60 metros de altura sobre el nivel del lago. Una vez en tierra, comienza una caminata sobre la morena del glaciar (el sitio donde la tierra y el hielo se unen), de unos 40 minutos, hasta llegar al hielo mismo. Y allí empieza, con crampones y arneses, y siempre junto a guías, una caminata que será sinónimo de descubrimientos.
El Perito Moreno es una mole de 250 kilómetros cuadrados (un poco más que la Ciudad de Buenos Aires); inmenso, interminable, aunque no es el más grande en su tipo: al contrario, es cuatro veces más pequeño que su vecino, el glaciar Viedma, de 1.000 kilómetros cuadrados, el más grande de todos pero con menos atracción de los viajeros. A diferencia de otros glaciares, es el único que se puede apreciar sin embarcarse y que permanece en equilibrio, ya que toda la masa de hielo que recibe de su cuenca de alimentación en invierno, la pierde paulatinamente en verano.
El glaciar se desliza a una velocidad de 100 metros por año, formando una barrera entre el Brazo Rico y el Canal de los Témpanos del lago Argentino, lo que termina produciendo la tan famosa ruptura de sus paredes, a causa de la gran presión que ejerce el agua y que tanta admiración causa entre los turistas. Cada cuatro años aproximadamente grandes bloques de hielo se desprenden con un estruendo similar al de un trueno de impactante magnitud, tal como sucedió por última vez en marzo de este año.
Pero volviendo a la excursión, existen dos posibilidades para caminar sobre el glaciar: el “mini trekking” o “Big Ice”. Durante unas seis horas (si se elige la excursión larga) se exploran cavernas, sumideros, lagunas de color indefinible y cuevas de un blanquísimo hielo. Luego de caminar hacia el interior de ese desierto de hielo, llega el momento del descanso. Cada uno saca su almuerzo y los viajeros se sientan no sólo a reponer energías, sino a contemplar esas especies de catedrales de hielo que los rodean en medio del silencio conmovedor.
Luego de media hora, el viajero emprende el regreso, generalmente por un costado de la masa de hielo para evitar subidas y bajadas desgastantes. En el camino y ya fuera del hielo, se pueden apreciar ejemplares de lenga y ñire de gruesos troncos y varios cientos de años de edad. Tras un paso breve por el campamento, llega la hora de subir al barco para recorrer esos 20 minutos finales. Antes, eso sí, hay una linda sorpresa: un whisky on the rocks, con hielo picado en el lugar. Una forma de recuperar energías y el aliento por tanta inmensidad.