En medio de una altura inconmensurable y entre tradiciones milenarias, el Tíbet es uno de los destinos más fascinantes del mundo. Es la región del “techo del mundo”, que roza el cielo y donde basta poner un pie para respirar aires de devoción budista. Ubicado en el Asia Central, con capital en Lhasa, estas tierras chinas son una meseta con un promedio de altura de 4.900 msnm, la cual está rodeada de las cordilleras de mayor altitud de la Tierra. Alberga casi 1.300 monasterios y templos budistas, algunos de los cuales tuvieron un papel destacado en los violentos disturbios de 2008.
Tíbet es uno de los territorios donde con mayor intensidad se funden tradición, política y religión. No es posible entender la idiosincrasia de sus costumbres y habitantes sin tener en cuenta cómo a través de la religión mayoritaria, el budismo, se estructura toda historia y su economía. Es un viaje, sin duda, para aquellos que fuera del turismo convencional quieran explorar nuevos lugares donde el “negocio” del turismo recién empieza a ganar espacio.
Porque a pesar de que las cifras para el sector de los últimos años son positivas en esta región tan poco poblada (3,2 millones de habitantes en 1,2 millones de kilómetros cuadrados), su efecto económico real en el conjunto de la población (especialmente entre la etnia tibetana) es aún difícil de comprobar. Además de la instalación de cadenas hoteleras, las autoridades regionales, dentro del plan de promoción turística, han incitado a agricultores y pastores nómadas a convertir sus viviendas en albergues rurales.
La región, escenario de disputas políticas y religiosas por parte de la población de etnia tibetana frente al dominio de los Han, mayoritarios en China, es cada vez más un centro de atracción para el turismo organizado. Pero para aprovechar a pleno el viaje, habrá que meterse en la historia del lugar. Es que en 1950, el Ejército chino invadió el Tíbet, y el decimocuarto y actual Dalai Lama, Tenzin Gyatso, asumió con sólo 15 años la Jefatura de Estado. En 1951, los líderes tibetanos son obligados a firmar un tratado que pone la región bajo la administración de China. Mientras que en 1959 la violenta represión del levantamiento popular causa más de 90 mil muertos, el Dalai Lama y sus ministros se instalan en Dharamsala, al norte de la India, donde continúan hoy.
A esto hay que sumar que en 1966, en plena Revolución Cultural china, más de 6 mil monasterios budistas fueron destruidos y millares de monjes y monjas murieron. Si bien durante varios años el Dalai Lama buscó acercamientos con China, los últimos disturbios con muertos en la región datan de 2008. En 2011, en tanto, Tenzin Gyatso renuncia a su cargo como líder político tibetano, tras más de medio siglo sin resultados, aunque seguirá siendo líder espiritual.
Mientras China afirma que respeta la religiosidad tibetana pero a la vez prohíbe los símbolos o imágenes del Dalai Lama (al que considera un líder político independentista), los grupos de exiliados denuncian la intrusión gubernamental en la libertad religiosa y la prohibición del Dalai Lama.
Un palacio clave
El Potala, el histórico palacio de los lamas en Lhasa, la capital tibetana, mantiene su magia entre la explosión turística y urbanística de la ciudad, que ha causado un importante incremento de las visitas. El edificio, cuyos orígenes se remontan al siglo VII aunque la mayoría de la construcción actual data del siglo XVII, preside Lhasa desde la llamada “colina roja” y alcanza más de 300 metros de altura sobre el valle del río del mismo nombre.
La construcción tiene trece pisos y mide unos 400 metros de este a oeste, por 350 de norte a sur, con unas mil salas que totalizan 400 mil metros cuadrados, de los que ahora se usan unos 130 mil. El palacio, en el que los sucesivos dalai lamas tenían su residencia invernal hasta que el actual huyó al exilio en 1959, es característico por sus colores, ya que se divide entre el llamado “palacio blanco” y el “palacio rojo”.
El palacio blanco ocupa los pisos superiores y en él se encontraban la residencia privada del Dalai Lama, las oficinas administrativas y otras dependencias. Mientras tanto, el palacio rojo estaba dedicado exclusivamente a actividades religiosas, básicamente estudio y oraciones.
La visita turística, durante la cual no se pueden tomar imágenes del interior (algo que los indisciplinados turistas chinos ignoran de forma sistemática), permite visitar los aposentos privados del Dalai Lama, como salas de trabajo, reuniones y estudio, aunque no su dormitorio. En la parte religiosa, se pueden contemplar los sarcófagos y monumentos funerarios de ocho de los últimos dalai lamas.
Algunos muros, que datan del siglo VII, son testigos de innumerables hechos históricos, mientras que una sala almacena más de 3.700 pequeñas estatuas de Buda hechas de oro donadas por peregrinos y visitantes. Todas las salas y corredores muestran la tradición tibetana de techos artesonados y columnas de madera talladas. Y todo (puertas, techos, paredes o vigas) cubierto de pintura de colores y decoración de motivos geométricos. Por todo el recorrido, monjes con su característica túnica roja atienden los incensarios o las lámparas de manteca, mientras el murmullo de sus rezos sirve de contrapunto a las explicaciones de los guías.
Rincones con magia
Si bien la presencia china se nota en cada rincón de Lhasa, su corazón aún conserva cierta magia en la zona de Barkhor. El barrio tibetano, con sus antiguas edificaciones, es un laberinto de callecitas con puestos de verduras, baratijas, souvenirs, carne y manteca de yak. Por aquí se llega al Jokhang, el templo más antiguo (construido en el año 647 durante la dinastía Tanga y Patrimonio de la humanidad de la Unesco), que desborda espiritualidad y fue saqueado en la invasión china. Es una construcción de cuatro pisos con azules de bronce dorado que alberga una gran colección de imágenes budistas.
Mucho antes de amanecer, grupos de fieles se postran repetidamente (a veces durante horas) ante la fachada del Jokhang, mientras otros caminan dando vueltas al gran edificio a la vez que rezan, siempre en el sentido de las agujas del reloj (algunos lo hacen arrastrándose) y otros se sitúan en la puerta ofreciendo chales ceremoniales a Buda. El templo alberga estatuas muy especiales, entre ellas la más venerada en Tíbet, la de un Buda Sakyamuni que, según la tradición, la princesa china Wengcheng llevó de regalo cuando viajó a Tíbet para casarse con el rey Songtsen Gampo, fundador del imperio tibetano en el siglo VII e introductor del budismo en el territorio.
En los alrededores de Lhasa se puede visitar el Norbulingka, residencia de verano de los Dalai Lamas desde 1780 hasta la entrada china, cuando fue dañado luego de la huida de Tenzin Gyatso. Está ubicado muy cerca al hotel Lhasa, a dos kilómetros del Potala y lo suficientemente alejado del bullicio del casco antiguo de la capital. El Norbulingka está formado por pabellones y jardines, abandonados durante a finales del siglo IX pero con el resurgir del budismo en el siglo XI se convirtió de nuevo en uno de los sitios más importantes de la capital.
También en las afueras hay tres monasterios: Sera, Drepung y Ganden, que fueron puntos de reunión de la resistencia tibetana y albergan trágicas historias de torturas y monjes desaparecidos. El primero de ellos, el Sera, que significa ‘Recinto de Rosas’, está a unos 3 km al norte de Lasha. Es el mayor centro educativo de la capital con cuatro colegios. Construido sobre una elevación de terreno su imponente vista lo convierte en un vigilante de piedra de toda la capital similar en situación a la Acrópolis de Atenas.
El monasterio de Drepung, en tanto, está situado a los pies del Monte Gephel. Universidad de monjes budistas, llegó a albergar más de 10 mil estudiantes. Mientras que el Ganden, a 40 km de Lhasa y sobre la cima del Monte Wangbur a 4.300 metros de altura, ofrece unas vistas espectaculares del valle. Unos pocos centenares de monjes aún hacen vida allí, y el mejor momento para observarlos es durante su única comida diaria, a la que acuden llamados por unos impactantes cánticos tibetanos.
Los desplazamientos por Lhasa muestran la modernización de la capital tibetana en el último decenio, pero similar al del resto de urbes chinas: amplias avenidas, edificios de oficinas, promociones de viviendas modernas en las afueras, y una gran presencia de personas de etnia han, la mayoritaria en China. Pero según los grupos de exiliados tibetanos y las organizaciones de apoyo desde el exterior, el fuerte aumento del turismo es una herramienta de Pekín para continuar la asimilación del Tíbet y además favorece sobre todo a los han.
Mientras tanto, en las afueras, Lhasa crece a ritmo acelerado con sucesivas urbanizaciones promociones de viviendas, la mayoría en edificios de muchas alturas, y pese a que algunos tienen detalles arquitectónicos o decorativos tibetanos, recuerdan poderosamente a la explosión del ladrillo que ha vivido el resto de urbes chinas.