Algunos llegaron engañados o con expectativas falsas. Otros escapando de un país adverso. Ya sea en la inhóspita tierra patagónica, en la tupida selva misionera o en las pampas bonaerenses, las condiciones en que les tocó vivir fueron extremas. Sin embargo, los inmigrantes le pusieron empeño para salir adelante y aún hoy se respira su pasado en diferentes ciudades del país. Costumbres, cultura, gastronomía, son sólo algunos de los ejemplos que se pueden palpar cuando uno recorre destinos que son atravesados por esos abuelos que llegaron hace años a la Argentina y sembraron algo más que las tierras.
Aires galeses en la Patagonia
La Patagonia tiene también una rica historia de inmigrantes, Hace 155 años llegó a la Costa Atlántica de Chubut el velero “Mimosa” en el que, tras dos meses de travesía, arribaría el primer contingente galés a instalarse en esa zona argentina. Fueron 153 colonos que desembarcaron para traer aquí la cultura galesa, su lengua y su religión.
Desde el Atlántico a la Cordillera, la gastronomía, las palabras y los apellidos, la arquitectura de los paisajes urbanos y rurales están atravesados por ese episodio que inauguró un sincretismo cultural inédito.
Con una mirada idealista, los nacionalistas galeses vieron en la Patagonia argentina una opción donde poder asentar una colonia para sostener y reafirmar la identidad. Pero al llegar al Golfo Nuevo, se toparon con un paisaje de estepa tan hostil como inesperado, con clima seco y fuertes vientos. El desconcierto llevó a que algunos de estos colonos decidieran partir hacia el norte y hacia el sur. Choele Choel y Ushuaia fueron algunas de las ciudades en las que se instalaron galeses que se desprendieron del contingente.
Sin embargo, el sueño colonial de los primeros inmigrantes galeses pareció empezar a materializarse hacia 1885, cuando “Los Rifleros de Fontana” se dirigieron a la cordillera en una expedición que dio vida a Esquel y Trevelin, y abrió camino a una amalgama cultural que, poco más de un siglo después, redunda en un atractivo turístico sin igual.
En el centro de Esquel, la capilla Seión se mantiene desde 1904, preservando el espíritu de sus primeros años, asentada sobre piedra y barro, con sus paredes de ladrillo cocido y techo de chapa.
El Molino Nant Fach, ubicado a unos 45 kilómetros de Esquel, sobre la Ruta Nacional 259, sostiene la memoria de los tiempos de la llegada de los colonos en su imponente arquitectura, en su nombre que en galés significa “Arroyo Chico” y en un valioso cúmulo de máquinas agrícolas y de coser e instrumentos musicales que suelen generar admiración en los visitantes que llegan a conocerlo.
En materia gastronómica, el llamado “té galés” se caracteriza no sólo por su sabor como infusión; sino principalmente por la ceremonia que se desarrolla alrededor. El té galés se toma con un chorrito de leche, al “estilo inglés”, acompañado con pan casero cortado en finas capas y manteca. También incluye la mesa del té, escones con toda clase de dulces, quesos y tartas de frutas.
Otra curiosidad es el estilo de construcción que en la Patagonia se conoce como “galés” y que en Gales no es usual. Esta forma arquitectónica se caracteriza por el uso de ladrillos a la vista, con sus uniones rasadas. El museo de Gaiman, en la ex estación de ferrocarril de la localidad, es un ejemplo cabal de esta modalidad.
Aldeas alemanas en Entre Ríos
Partiendo desde la ciudad entrerriana de Paraná por la RP 11 hacia el sur, hay siete pueblos habitados casi exclusivamente por descendientes de alemanes que habían emigrado a orillas del río Volga en la estepa rusa. La idea fue de la zarina Catalina la Grande, quien pretendía poblar esa zona proponiéndoles venir caminando desde Alemania, tentados con privilegios como no hacer el servicio militar y ser autónomos del Estado ruso
Los descendientes de alemanes constituyen el tercer grupo étnico más grande de la Argentina y, solamente con los provenientes del Volga, se estima que son más de 2 millones. En la provincia de Entre Ríos, gran parte de ellos se radicaron sobre finales del siglo XIX en los alrededores de Paraná (ciudad Capital), Crespo y Diamante para dar origen a este recorrido por sus aldeas.
Desde Paraná, donde el aire huele a río, hasta el Parque Nacional Predelta, con sus postales de sauces e irupés, el itinerario que recorre los senderos entrerrianos hilvana, paso a paso, recuerdos de los alemanes del Volga, de aldeas rurales y de sabores de antaño que reviven a la vera de las aguas caudalosas de la provincia.
De la sucesión de pueblos de “alemanes del Volga”, el primero desde Paraná es Aldea Brasilera, originalmente Brasiliendorf. El nombre es porque sus fundadores pasaron un año en Porto Alegre antes de trasladarse a Entre Ríos.
Otra etapa del viaje comprende desde Aldea Brasilera hasta el balneario Valle María, e incluye en el Paraje La Virgen el descenso hasta el río desde una barranca de 60 metros de altura, en sendero seguro de media dificultad. En el Paraje, donde se puede percnotar y comer riquísimas empanadas de surubí o un dorado a la parrilla, se rinde tributo a la Virgen María: allí, todos los 8 de diciembre llega la procesión desde las aldeas vecinas con ofrendas.
San Francisco es otro pueblo interesante por su antiguo cementerio en medio de la nada del campo, donde hay tumbas con ruinosas torres góticas. Mientras que Diamante, a menos de una hora al sur de Paraná y emplazada sobre las altas barrancas del río Paraná, tiene diversos atractivos para conocer.
Colonos en tierra misionera
La provincia de Misiones es la más poblada de todas por inmigrantes europeos llegados bajo el concepto de “colonos”, quienes se instalaron en las ciudades del territorio para, entre otras cosas, trabajar la tierra virgen que se les entregaron para que echaran raíces.
Los primeros inmigrantes que llegaron a las tierras coloradas de la selva misionera fueron polacos y ucranianos que procedían de Galitzia, cuyos descendientes habitan la zona sur de la provincia. Luego se sumaron grupos de alemanes, que predominan en las ciudades y colonias del norte; y escandinavos y rusos, ubicados en el centro.
Oberá, es un claro ejemplo de esa mezcla ideal de diferentes nacionalidades: europeos, japoneses, árabes, brasileños y paraguayos aportaron lo suyo. Fundada en 1928, lleva su nombre en honor del cacique guaraní que Juan de Garay no pudo dominar. Oberá significa brillante, luminoso.
La ciudad de las iglesias (tiene una treintena de templos para unos 66.000 habitantes) y los cabellos rubios, tiene además de la Fiesta Nacional del Inmigrante muchos atractivos para conocer: saltos de agua, selva tropical, autódromos de TC nacional, excelente hotelería, turismo aventura, pesca del surubí y del dorado.
Además, los turistas pueden recorrer el Jardín de los Pájaros, un predio que posee más de 200 especies de aves de toda la región del Nordeste argentino y es un lugar único en su tipo en toda la provincia; el Salto Berrondo; el Parque Monteaventura; y varios emprendimientos de agro-turismo donde se pueden visitar plantaciones y secaderos de yerba mate y té.
Los incansables ucranios encontraron aquí un sitio donde desarrollar su antigua cultura en libertad, después de tanta lucha y sufrimiento. Y no son pocos los nombres relevantes de esta región que tienen origen ucranio, que tienen como uno de los abanderados al célebre Chango Spasiuk, acordeonista y promotor del chamamé moderno.
Casi una década antes de la fundación de Oberá -en 1928-, los primeros inmigrantes católicos ya celebraban en esa localidad sus misas bajo la inmensidad de la selva. Pero en 1937 fue erigida la primera parroquia y cinco años más tarde se conoció la noticia de la donación del terreno donde se construyó la Catedral San Antonio. De estilo neogótico, tiene forma de cruz latina y posee una sola nave, al tiempo que se destaca su imponente torre de 40 metros que cuenta con un reloj traído de Suiza y que fue donado por inmigrantes de esa colectividad.
Los secretos de los menonitas
A fines de 1985 llegaron al paraje Remecó, en Guatraché, provincia de La Pampa, con sus costumbres, mamelucos y una forma de organización social que, dicen, atrasa varios siglos. Allí, los menonitas establecieron la comunidad religiosa Nueva Esperanza, que recibe a visitantes que llegan allí para intentar entender cómo en este milenio se vive sin electricidad ni lujos, pero con mucha fe.
Las 100 familias menonitas que compraron en 1985 las 10.000 hectáreas de una estancia de esta zona, emigraron desde una colonia en Chihuahua (México) y otra en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Entre todos formaron una Asociación Civil pero la propiedad no fue comunitaria, ya que hay familias que se quedaron con 10 hectáreas y otras con 300. Pero hay mucho en común, como el trabajo de sol a sol y su actividad económica sobre la base de la producción láctea.
Con sus vestimentas, sus mobiliarios, sus equipamientos, sus herramientas y sus creencias, los menonitas producen además de quesos, chacinados, productos de carpintería y metalúrgica con un sello característico y una concepción del trabajo muy arraigada. De hecho, los varones comienzan a trabajar a los 12 años, al terminar el colegio.
Los menonitas hablan neerlandés del siglo XVI y cantan en el dialecto alemán plautdietsch los 730 salmos de su libro de himnos. Por eso la barrera del idioma es la mejor garantía de mantener cerrada a una sociedad. Solamente los hombres suelen hablar castellano porque lo necesitan para negociar.
Los menonitas enseñan cálidamente a las familias y grupos que llegan su estilo de vida sencillo y a muchos les parece increíble que encaren su rutina sin electricidad, autos, teléfonos ni televisión. Todo el año (a excepción de los días domingos y festividades religiosas) esta cultura está abierta a recibir gente con sus productos gastronómicos, artesanías, muebles y también muchas historias.